La iglesia, tanto local como institucional, no es una entidad aislada de la sociedad en la que se inserta, sino que es parte de ella. Su población presenta necesidades espirituales unidas a inquietudes intelectuales, emocionales, sociales y laborales. El contexto socioeconómico que atraviesan varios países latinoamericanos contribuye al aumento del número de personas que caen en pobreza y desesperanza. Esta situación no les permite verse ni pensarse en una nueva manera de vivir.
El filósofo y economista bengalí, Amartya Sen, definió la pobreza como la ausencia o la inadecuada realización de las libertades básicas como resultado de la falta de acceso a recursos que definen a una vida digna. La pobreza no se mide solo por el nivel de ingresos, sino que esta es, tal vez, la faceta más visible, pues tiene múltiples carencias en aspectos sociales, culturales, intelectuales y emocionales que hacen a la integridad y desarrollo pleno de un individuo. Ante este panorama, entiendo que la Educación Cristiana, aquí y ahora, debe asumir el compromiso de una formación integral de la persona.
Las Escrituras revelan una atención integral a las necesidades de la gente; mencionan el desarrollo completo de Jesús mientras estuvo en la Tierra: “Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en el favor de Dios y de toda la gente” (Lc. 2:52, NVI). Es decir, se contempla el crecimiento intelectual, físico, espiritual, así como social y emocional. Si bien la Iglesia tiene como principal meta que los creyentes crezcan hasta alcanzar la estatura de Cristo, vemos en la obra de Jesús que no dejó descuidado ningún aspecto. En palabras de Betty Constance, la tarea del maestro no se limita solo a la enseñanza de la Palabra sino a “una disposición [...] de interesarse lo suficiente en la vida [de las personas] como para entender e identificar las áreas de necesidad y encontrar la manera de ayudarlo. [...] No es tanto resolver los problemas que les trae la vida, sino el fortalecimiento de diferentes maneras para enfrentar esos problemas” .
Es claro el desafío que tenemos como maestros de Educación Cristiana para con la comunidad de creyentes: acompañar y guiar su potencial en todas sus áreas, espiritual, primeramente, pero también emocional, intelectual, cultural, física y social. El Señor fomentaba el desarrollo total de quienes se acercaban a Él, a fin de que alcanzaran su propósito. Tal vez, como maestros, no tengamos la capacidad de suplir todas las necesidades; solo Dios la posee. Aun así, pertenecemos a un cuerpo en el que hay distintos dones y ministerios al servicio de las personas. Debemos procurar la ayuda necesaria de otros hermanos para llevar adelante nuestro propósito en el cuerpo de la iglesia local y universal.
A la vez que capacitamos a los creyentes en el conocimiento de las Escrituras, a fin de que conozcan personalmente a Dios y apliquen Sus principios a la vida diaria, es menester que comprendan cabalmente la obra de salvación de Jesús. Esta incluye la redención completa de la persona, brindándole la oportunidad de una nueva forma de vivir.
Debemos alentar la formación de los niños, los jóvenes y los adultos para que conozcan y se preparen para alcanzar los sueños de Dios para ellos, orientarlos y acompañarlos en sus estudios en todos los niveles a fin de ser calificados en servir al Señor, no solo en la iglesia, sino también como profesionales que alcancen lugares de influencia para llevar allí la Luz. Personas que ejerzan sus oficios con excelencia, dando testimonio con sus hechos. Deben saber que podemos servir y honrar a Dios en el lugar donde estemos, los estudios, la calle, la casa, la familia, con los amigos, en el trabajo. Alentarlos a dejarse transformar por la obra del Espíritu Santo, pero también por la renovación de su entendimiento para que alcancen la vida abundante integral que promete el Evangelio.
Betty Constance, Más que Maestros (Buenos Aires: Publicaciones Alianza, 2019), p. 19.
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