Sanando el dolor de una pérdida de embarazo

Soy un milagro, y mi mamá se encargó de que me enterara desde temprana edad. Ella no podía tener hijos; sin embargo, Dios le dio una palabra de que los tendría, ella la creyó y aun cuando tuvo síntomas de aborto, se sostuvo en Su promesa y el resto es historia. Desde pequeña me enseñó que Dios es un Dios de milagros, que cumple lo que promete y para el cual no hay nada imposible.

Mi esposo y yo supimos desde antes de casarnos que queríamos levantar descendencia para Dios. Soñamos con hijos que lo amaran por sobre todas las cosas y fueran parte del mayor avivamiento de la historia. Él nos bendijo con cuatro regalos del cielo; en otra ocasión, podré hablarte acerca de los otros tres, pero hoy quiero contarte la historia de Jean Luca.

Era mi segundo embarazo. Estaba viviendo una de las mejores temporadas de mi vida. Llegó el día de mi cita en el ginecólogo y la alegría que nos había inundado las pasadas semanas se apagó al escuchar que los latidos del bebé estaban muy bajos. Seguí todas las instrucciones médicas, oré y otros se unieron a nuestra oración pidiéndole a Dios por un milagro. Tú sabes, un milagro como el que mi mamá contaba que era yo.

Las semanas pasaron y llegó el día de mi cita de seguimiento. “Lo siento mucho”, fueron las palabras del doctor; el corazón de mi bebé había dejado de latir. Todo fue muy rápido. Me dio la noticia y una orden para una cirugía en la que removerían al bebé. Durante las siguientes semanas mi vientre continuó creciendo y mi cuerpo experimentando los síntomas de una mujer que lleva vida dentro de sí.

No puedo explicar con exactitud cómo me sentía. El dolor y la decepción me inundaron y las opiniones de la gente sumadas a las interrogantes que tenía acerca del Dios para el cual no hay nada imposible, me hicieron levantar una muralla de autoprotección. Por años, ese tema fue prohibido para mí.

El domingo, 12 de mayo del 2019, Dios me sorprendió con un regalo especial. Esa mañana, durante el servicio del Día de las Madres, mi pastor pidió que todas las mujeres que habían perdido un bebé se pusieran de pie, pues sentía que debía orar por ellas. Yo estaba lista para extender mis manos y orar por ellas también, pero mi esposo me miró y supe que debía ponerme de pie; era la primera vez que públicamente yo aceptaba que era parte de ese grupo. Mientras me levantaba de la silla, comencé a sentir una sensación muy extraña y empecé a llorar. Cerré mis ojos y tuve la más hermosa visión, vi un campo de pastos verdes enorme, era un lugar de paz y total alegría. En ese hermoso campo corría un niño como de siete años y él estaba feliz. Pude ver su rostro, se parecía mucho a mi esposo. Mientras lo observaba mi corazón se llenaba de gozo; sabía que era mi hijo. Aquel que cargué en mi vientre, pero no pude sostener en mis brazos. Allí, el dolor que tenía guardado se fue calmando mientras lo veía sonreír. Lo entregué de nuevo como aquel día que supe que su corazón latía dentro de mí. Luego abrí mis ojos, suspiré profundo y exhalé con una paz que hacía mucho tiempo no sentía.

No sé cuánto duró aquella oración. La verdad, no la escuché. Solo sé que fue el tiempo suficiente para ver lo mucho que está disfrutando; lo suficiente para entender que nuestra despedida solo era un “hasta pronto”, que un día lo volveré a ver y tendré la oportunidad de darle los abrazos que tanto he anhelado darle. Fue suficiente para darme cuenta de que Dios sigue siendo el Dios que cumple lo que promete. Él no me había prometido una vida sin aflicción, pero sí prometió que estaría conmigo siempre.

Ese día el tema dejó de ser prohibido. Mi esposo y yo pudimos hablar de Jean Luca. Le contamos a nuestros otros hijos acerca de él y volvimos a soñar con el día en que estaremos todos juntos otra vez.

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