Por David Coyotl
Anoche, uno de mis amigos me expresó su incertidumbre, e incluso tristeza, por las condiciones provocadas por la pandemia que sufrimos este año. Desde el distanciamiento social hasta la incertidumbre económica parecen oscurecer el futuro inmediato de millones de quienes habitamos este mundo.
Durante los últimos días ha estado resonando en mi mente la letra de un antiguo himno que siempre ha sido de mis favoritos: «Los vientos, las olas, oirán tu voz: “¡Sea la paz!”. Calmas las iras del negro mar, las luchas del alma las haces cesar, y allí la barquilla do va el Señor, hundirse no puede en el mar traidor. Doquier se cumple tu voluntad, “¡Sea la paz! ¡Sea la paz!”, tu voz resuena en la inmensidad: “¡Sea la paz!”».
Por supuesto, Mary Ann Baker, autora de la letra, se basó en un episodio bien conocido de los evangelios. Mateo lo registra así:
Mateo 8:23-27 (NBV)
A muchos les parece increíble que el Señor pudiera dormir al mismo tiempo que los vientos y las olas de una tormenta tan fuerte azotaban su seguramente frágil medio de transporte. Es relevante notar que ellos no quisieron molestar el sueño del Señor cuando la tormenta se acercaba. Como experimentados pescadores, con toda seguridad sabían lo que se avecinaba. Solo recurrieron al Señor hasta que, literalmente, la barca estaba por irse a pique.
En su ministerio terrenal, el Señor Jesús estaba sometido a las mismas interacciones gravitacionales, los mismos efectos del agua, las mismas fuerzas centrífugas y los mismos efectos físicos a los que hoy estamos sometidos nosotros. Las tormentas de entonces y las tormentas de hoy pueden no ser muy distintas. Igual que las enfermedades y problemas.
Pero el Señor dormía. De tan solo revisar este capítulo y los anteriores uno puede notar claramente que el Señor había estado bastante ocupado predicando, sanando enfermos, interactuando con la gente, y navegando entre distintos puntos. Fue una temporada muy ocupada. Qué interesante que la razón de su sueño —por cierto, tan humano— pudo haber sido el cansancio extremo producto de su profundo involucramiento en el ministerio. Qué ejemplo.
Por supuesto, al despertarlo, y sin dar más detalles, Mateo registra que su reacción se centra en sus discípulos, en sus amigos y seguidores, y les reconviene. Por supuesto, podríamos decir que con su observación directa lo menos que ellos hicieron fue evaluar su fe. O la medida de su fe. O, quizá en algunos, ¿la existencia de su fe? Él ya los había calificado: «Hombres de poca fe». ¿Qué habrá pasado por la mente y corazón de cada uno de los discípulos? Por implicación, es claro que el Señor al menos les invitaba a exhibir más fe. Una fe que más activa en medio de la peor de las tormentas.
Y viene la parte asombrosamente sobrenatural del relato: «Entonces se levantó y reprendió a los vientos y a las olas, y todo quedó completamente tranquilo».
Aquí, la verdad es que podemos sentirnos inseguros sobre cualquier cosa que pudiéramos hacer (o imaginar) para ejercer nuestra fe. El Señor lo hizo. El Creador del universo. El Logos. El Alpha y la Omega. Nosotros y nuestras palabras nos quedamos cortos en ello. No tenemos nada que hacer allí. Él es el Creador y nosotros sus criaturas.
Excepto por algo. El Señor añade a la ecuación algo con lo que sí podemos contar es con nuestra fe. Es claro que la fe que el Señor calificó en los hombres como «poca» podía haberse ejercido invocando el mismo nombre del Señor. Me parece que, en nuestro caso, y por decir lo menos, por concentrarnos en lo mínimo, este episodio se puede referir sin duda a nuestra oración: dirigida y determinada. Una oración en verdadera fe. Una oración en el poder del Señor Creador. Una oración que, basada en lo que él mostró, se confronte hasta con las situaciones más complejas; tan complejas como una indomable tormenta.
Hay muchos otros factores que reflexionar aquí, muchos resultados, muchas conexiones con otros episodios y palabras del Señor (las dejo a tu propia exploración), pero los resultados inmediatos registrados, luego de esta formidable intervención, fueron la tranquilidad y el asombro. La tranquilidad de la tormenta. ¿Quién más podría calmarla si no la misma Palabra? ¿De qué otra forma podrían haber reaccionado esos hombres sino con asombro? Si la tormenta les dio miedo, la voz y acción del Señor debió haberles provocado un verdadero temor reverente.
Y tenemos que ver con todo el detalle posible el ejemplo del Señor. Estos hechos deberían describir nuestro propio «Protocolo a seguir en caso de Tormenta Severa». Y, sí, por supuesto, esto incluye tormentas pandémicas también.
Quiera el Señor concedernos respuesta a nuestras oraciones para tranquilizar la presente y cualquier otra tormenta en nuestras vida.